Era menester otra cosa. Pero esto, que puede parecer una de tantas incongruencias de nuestra democracia incipiente, no es divertido y no hace, tampoco, al caso. Hoy me parece que hasta el aire de Los Sunchos era alimenticio, y que bastaba masticarlo al respirar para mantener y aun acrecentar las fuerzas: milagro de mi país, donde, virtualmente, todavía se encuentran pepitas de oro en medio de la calle. Y aquí debo confesar que yo era, en efecto, un niño gracioso si se me consideraba en lo físico. Tengo por ahí arrumbada cierta fotografía amarillenta y borrosa que me sacó un fotógrafo trashumante al cumplir mis cinco años, y aparte la ridícula vestimenta de lugareño y el aire cortado y temeroso, la verdad es que mi efigie puede considerarse la de un lindísimo muchacho, de grandes ojos claros y serenos, frente espaciosa, cabello rubio naturalmente rizado, boca bien dibujada, en forma de arco de Cupido, y barbilla redonda y modelada, con su hoyuelo en el medio, como la de un Apolo infante. Pero, no adelantemos los acontecimientos Nada podía torcer mi voluntad, nadie lograba imponérseme, y todos los medios me eran buenos para satisfacer mis caprichos. Gran cualidad. Y tras de mis arañones, puntapiés, cachetadas y mordiscos, llovían sobre el antagonista los puñetazos de mi padre, hombre de malas pulgas, extraordinario vigor, destreza envidiable y amén de esto grande autoridad.
El hombre del servicio se presentó en ese momento exacto con un postre para cada una de las damas. La Jose era perversa. Pero entretanto Elsa terminaba de dar sus airadas explicaciones algo increíble sucedió. La gala de Elsa, sin embargo, se acomodó a esta circunstancia extraordinaria. Sus piernas hicieron lo mismo, pero ocultas por la pollera a la rodilla, se las apañaron para escapar del agujero avizor. No daba señales de acaecer notado su repentino aumento de peso. Lo que sucedió a continuación fue tan ilógico y tan extraño como lo acontecido segundos antes. Los 54 kilos de la Jose se convirtieron de golpe en Poco crecieron sus pechos tras la blusa roja semitransparente que ostentaba por sobre el gran cinturón al tono que dividía su envidiable torso, otrora atlético y andrógino, ahora con una deliciosa faceta de pera.
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